miércoles, 7 de enero de 2015

La utópica felicidad, sobre la Inmigrante de James Gray


En un teatrito libertino de la brumosa Nueva York de los años 20, Eva Cybulska (Marion Cotillard) inmigrante polaca responde las preguntas de un Mago que la busca como voluntaria para un acto que nunca concluyó.  ¿Cómo te llamas?, ¿de dónde eres?, preguntas retóricas que poco importaba al público masculino que más que palabras buscaba carne en su mayor expresión.  Una de estas preguntas  retumba en la utopía de los humanos y en la búsqueda incesante de algo que ni sabemos describir.  ¿Qué buscas en América? – la felicidad- respondió la inmigrante agachando su mirada.

La primera guerra mundial agobiaba al mundo, muchos europeos abandonaron sus tierras entre ellas las hermanas Eva y Magda Cybulska, dos mujeres que huyeron en busca de la felicidad y la libertad, aquella que les era arrebatada tras el sonar de las armas y las calles llenas de cadáveres  y que ahora se posaba majestuosa con antorcha en la mano en la saladas aguas del mar americano.

No hay otra libertad para encontrar en los Estados Unidos, una libertad mal llamada también felicidad que no es más que un fetiche y un mito para los más desgraciados del mundo entero.  Una libertad casi que pedida por correspondencia y que esquiva a cualquier intento mundano por alcanzarla.  La maldad humana personificada magistralmente en el personaje de Bruno Weiss (Joaquin Phoenix), un proxeneta judío enamorado de la inmigrante pero más del placer, el poder y el dinero, es sin duda un fiel retrato a escala del capitalismo corrupto y enceguecedor, que puede darte muerte con una sonrisa bondadosa en la cara.  A eso se va tras la libertad y la felicidad a Norte América y muchos otros países; a morir al igual que en cualquier parte del mundo, pero con un agravante, a morir,  en la mayoría de los casos huérfanos de nuestra dignidad.

James Gray no ofrece una película melodramática, encerrada de situaciones insípidas, pero profundamente emocionales que descarna una crítica en doble vía del problema más grave que tiene tierra la famosa tierra prometida, los inmigrantes.  Aquellas personas, aquellos humanos que al pisar suelo “americano” transgreden su naturaleza para convertirse en sirvientes de cualquier índole. La historia de Eva conmueve, pero también despierta ciertos placeres que es mejor saborearlos de lejos; prostituirse disfrazada de la estatua de la libertad, del mayor simbolismo de poder y engaño de un país,  es un bofetada clara al idealismo retórico del sueño americano.




Las brillantes actuaciones, la estética delicada e impecable, la ambientación del Manhattan de los años 20 y la nostalgia de un sueño que no fue, y que no será, encierra una cofradía de desmitificaciones  y sueños irreales, porque para ser sueño tienen que darse o sino la utopía de la felicidad se desvanece en la mente y no en la acción.  El sueño de Eva y su hermana Magda se desvanece, nunca muere para siempre, por el contrario, desnuda la sensatez y la honestidad de los personajes que más que nunca nos señalan que la felicidad y la libertad no son más que una utopía que no se cansa de existir.

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